El peluquero
Alberto mastraera Juan, y más tenorio que el Barbero de Sevilla.
Todo un personaje de primera
para el peine, la navaja y la tijera.
Lo recuerdo como si lo viera
relojear por la vidriera del salón
a la hija del petiso boticario
que enseñaba corte y confección.
Y entre corte y tijera,
vidriera y vereda, empezó el metejón.
Siempre usaba taquito a la francesa,
media bota y bien caído el pantalón.
Ajustada en el talle la chaqueta,
de lustrina de Aragón.
Le cruzaba el chaleco una cadena
que amarraba un "tres tapas" polentón.
Cierta vez lo sacó del café un oficial
y se desacató hasta en la seccional.
Lo quisieron bañar, lo pelaron después,
ahí le hicieron saltar el taquito francés.
Pero su dignidad de hombre de condición,
cuando la libertad le dio el juez de instrucción,
les tiró los tamangos en la vereda
y descalzo se fue para el salón.
Después de un tiempo me enteré que el comisario
pretendía a la botija del petiso boticario.
Eso era la prueba de que el mozo
le cortó el pelo y los tacos de celoso.
Pero como no es siempre más fuerte
ni la plata, ni la suerte, la razón,
pudo al fin aquel muchacho peluquero
ser el dueño de su corazón.
Que entre corte y tijera,
vidriera y vereda vivió el metejón.
La cuestión que el barbero,
al cabo taquero le dió una lección.